miércoles, 9 de mayo de 2007

Francia: relevos y mitos

Con motivo de la elección de Sarkozy como Presidente de la República
Después de los sucesos de mayo de 1968, de Gaulle convocó unas elecciones que dieron amplia mayoría a los suyos en el parlamento. A continuación, deseoso de afrontar un nuevo reto político y, en el fondo, para confirmar si los franceses seguían estando con él, convocó en 1969 un referéndum sobre la reforma del Senado y la descentralización del Estado. El proyecto era controvertido y sus asesores le advirtieron que podían perderlo. Pocos días antes de la consulta, el viejo presidente confió a uno de los ministros que había intentado disuadirlo de convocarla: «Es verdad, los franceses no quieren más de Gaulle. Pero el mito ¡verá usted cómo se agiganta el mito... dentro de treinta años!».
En el referéndum, el «no» obtuvo un 53 y el «sí» un 47 por ciento de los votos. Al día siguiente Charles de Gaulle dimitió de la presidencia. Se cumplió su pronóstico: los franceses no querían más de Gaulle, y el mito, casi cuarenta años después, sigue creciendo. El candidato que se reclamaba más próximo al general en las últimas presidenciales ha obtenido un porcentaje de voto casi igual que el de castigo a de Gaulle en 1969. Esta vez, quien debería plantearse que los franceses quieren algo distinto es el partido socialista francés. Quizá ese sea históricamente uno de los grandes retos de la política francesa que más hemos visto posponer.
La crisis del socialismo galo corre el riesgo de convertirse en algo crónico. Una primera gran oportunidad de catarsis llegó con el desastre electoral de 1993, pero no condujo a ningún cambio importante. Instalada en la evocación de 1968, la izquierda francesa parece prisionera de la glorificación de ese año como símbolo de la revolución perfecta. Si los socialistas franceses no cambian, puede que lo conviertan justamente en el último año de su historia, al menos de su historia intelectual. Sus homólogos británicos tuvieron un problema parecido tras el final de la guerra fría del que ha sabido sacarlos Tony Blair, que se atrevió a proclamar ante su partido la necesidad de un nuevo laborismo. Pero el socialismo francés no ha encontrado su Blair. Sigue atado a los viejos esquemas de la izquierda, a un sindicalismo cada vez más prisionero de sus dirigentes, y a un aire contestatario que sabe qué no quiere, pero no sabe qué quiere.
En cambio, la derecha francesa podría haber encontrado en Nicolas Sarkozy el renovador que ellos también necesitan. En los últimos años, parte del problema político en Francia, como en el resto de Europa, estriba en que derecha e izquierda no suelen reconocer en público cuántas cosas tienen en común. Mientras luchan por ganar ambos lo mismo, el espacio del centro, ocultan cuidadosamente que eso significa coincidir, lo que inevitablemente falsea el debate. Jacques Chirac ha sido un maestro en esa técnica, y ha usado en propio beneficio muchos «tics» izquierdistas, como el antiamericanismo, para fortalecer su popularidad. El resultado ha sido una política cortoplacista decepcionante para los ciudadanos, inevitable y progresivamente alejada de los auténticos problemas. Sarkozy ha apostado por arriesgarse a subrayar esos problemas, y ha ganado. Probablemente no le quedaba más remedio si quería distanciarse de Chirac. Pero no ha hecho solo eso, se ha atrevido a reivindicar un nuevo estilo y a desafiar los mitos de la izquierda, incluido mayo de 1968. En ese sentido, fue como si por un momento se regresara a aquellos años: Ségolène Royal hablaba de implantar una nueva República, y Sarkozy le contestaba desafiando su protesta por vacía, llamando al compromiso por la acción, y reclamándose continuador de De Gaulle.
Ahora está por ver si también en el terreno de los hechos Sarkozy sabe distanciarse de las políticas de su predecesor. Los retos a que se enfrenta son difíciles, pero Francia sigue siendo un país de enormes recursos y gran capacidad de compromiso político, como ha demostrado la alta tasa de participación en las elecciones. Hay algunos puntos clave que serán piedra de toque de su gestión: la acción en materia educativa (con asimilación de los inmigrantes y laicidad incluidas), el redimensionamiento de la administración pública, y la reorientación de la política internacional. Los tres le enfrentarán a tres lugares comunes de la izquierda de las últimas décadas. Los dos primeros están ligados a privilegios que los sindicatos y la intelectualidad burguesa progresista no se dejarán arrebatar sin lucha. El último tiene que ver con el elemento bienintencionado que más apoyos conquista para la izquierda: el pacifismo militante. La reacción esperable es una resistencia a las reformas que será de nuevo la tentación de la izquierda para conseguir volver al poder sin cambiar en nada su discurso. Le bastaría con ser anti Sarkozy.
Los próximos meses prometen ser decisivos para la historia francesa, y por tanto para la de todos los europeos. Las democracias tienen en su núcleo la necesidad de ser capaces de permanecer fieles a los derechos fundamentales y cambiar con las circunstancias; eso las hace perdurables. Nuestro vecino del norte parece encontrarse, tras años de anquilosamiento, ante una encrucijada que trata, precisamente, de esto. De Gaulle se marchó, y demostró que era posible hacer una política así. Quizá por eso su mito sigue creciendo casi cuarenta años después.