viernes, 28 de octubre de 2005

La nación mestiza

Bastaron pocas palabras de un conocido político catalán acerca de los peligros del mestizaje para Cataluña para que le llovieran invectivas. Y sin embargo, me parece que sería más lógico alabar su sinceridad. Jordi Pujol tuvo razón en lo que dijo: la mezcla promiscua de las esencias catalanas con lo que no lo es da por resultado algo distinto de lo que el nacionalismo catalán pretende conseguir. No es preciso conocer mucho de su historia para reconocer en su raíz y manifestaciones el afán de preservar de la corrupción una manera de ser amenazada. Esa es su opinión y la base de su proyecto. Se defiende el uso del catalán porque se piensa que está amenazado por la invasión de otra lengua, y lo mismo se podría decir de las costumbres, usos o maneras de vivir.
La afirmación de Pujol sirve para ponernos ante la realidad de la existencia diferentes maneras de concebir una nación, o de diferentes nacionalismos, si se prefiere esta expresión. Tampoco es ésta una novedad. En la cultura política dominante, por ejemplo, se contrapone con frecuencia los nacionalismos legítimos —que pueden ser democráticos— como los periféricos españoles, con los sospechosos, como el español. Este último constituiría una amenaza cívica por estar concebido como un intento de suprimir las diferencias para alcanzar una homogeneidad artificial. Su misma noción parece alejarlo de una concepción democrática de la convivencia política.
Pues bien, si se piensa un poco la cuestión se pueden descubrir matices interesantes. Sin ir más lejos, un diario recogía esta semana los pareceres de varios historiadores acerca de la idea de nación española. Uno de ellos, catalán especializado en Historia de España, afirmaba que la idea nacional española se había hecho a sí misma en la pugna racista de liberación frente “al moro”. Otro, un británico, advertía cómo lo que se había construido a lo largo de varios siglos —desde el XVII, con “el moro” y hasta el turco ya batidos— era la idea moderna de nación española, hoy debilitada por su desprestigio político y por la vuelta a un planteamiento anterior al XVII: la posibilidad de construir varias españas. Y ahí enlazan Pujol y los teóricos: existen unas ideas de nación, concebidas y realizadas en los últimos siglos, que se han demostrado capaces de pasar por encima de la identidad racial, y hasta cierto punto de la cultural, para construir un ámbito de convivencia ciudadana en la que se admite a determinadas gentes —no a todas, por cierto— con independencia de su identidad racial o cultural. Eso es lo propio, por ejemplo, de la idea democrática de nación francesa o española. Son nociones nacionales que han superado el mestizaje integrándolo en un concepto más elevado de convivencia ciudadana o política. De ahí deriva que la reivindicación de otras identidades históricas dentro de esas naciones no pueda por menos que apelar a diferencias culturales que, evidentemente, son puestas en peligro por el mestizaje admitido en la nación más amplia.
Este verano me lo decía así un amigo francés: Francia es un país muy “madre”. Ha sabido asimilar todo lo que le llegaba de aquí o allá y consideraba valioso, y convertirlo en francés a ultranza. La capacidad de acogida ha hecho grande a la nación. Indudablemente, añado yo, han podido hacerlo por adoptar una idea de nación que lo hacía posible.
En los últimos años lo más frecuente ha sido aludir a la idea de españolidad o de hispanidad, como conceptos hueros y despreciables ¿Es verdad eso? Puede que lo sea en algunos aspectos, pero, por ejemplo, al convivir en España con los inmigrantes hispanoamericanos no puedo evitar pensar que esas gentes son la respuesta más humana que pensar cabe a nuestra visita a sus tierras: son la constatación de que en verdad el descubrimiento de América condujo al encuentro de dos culturas. Se podrían alegar muchas otras circunstancias de nuestra historia, y cómo ha derivado de ellas una maduración de la idea nacional, una maduración hecha, fundamentalmente, de mestizajes.
Puede que las palabras de Pujol sirvan para reflexionar sobre dos verdades fundamentales: primero, que hay distintas ideas de nación. Segundo, que para hacer buena política es mejor potenciar lo que une que lo que separa, mejorar los puntos de contacto en vez de resaltar los hechos que diferencian. Hace siglos que se ha reconocido en esto un factor de progreso, aunque quizá no por todos ni en todas partes. Es cuestión de opiniones, y es cuestión de elegir.
Pablo Pérez López